Transcurría el final de los años sesenta y principio de los setenta en una España bajo el régimen de la dictadura franquista. Era habitual ver a los niños jugando, al fútbol y toreando con un trapo y unos pitones en las calles de Madrid. Calles carentes de peligro donde a menudo te topabas con señores minusválidos al volante de unas motos con tubos, en las que podían verse estrellitas de colores o imágenes chinescas que al girar se movían haciendo las delicias de los más pequeños. Al anochecer, otros señores con una vara larga encendían las farolas de gas, y más tarde, llegaban los serenos golpeando en los portales para avisar del cierre de los edificios. Recuerdo un barrio bastante taurino en el que se ubicaban tres peñas: “El Puyazo”, “Fiesta brava”, y “El Pacífico”. Eran unos locales de reunión para aficionados donde además de hablar de toros, se organizaban fiestas camperas para los socios.Una vez al año tenía lugar una comida a la que se invitaba a gente de relevancia; matadores de toros como Andrés Hernando, o gente importante como el hijo de Don Gregorio Marañón, presidente de la Federación de Peñas Taurinas de España.
Recuerdo también otros muchos lugares, profesionales y gente vinculada al mundo del toro, y sobre todo, a un zapatero remendón, buen aficionado, que había tenido un hijo novillero.
Era una delicia acudir a aquellas reuniones informales que se formaban en su pequeño local,en las que siempre
se incorporaba alguien nuevo a las charlas taurinas, mientras el maestro ponía suelas o tacones a zapatos desgastados.
En mi calle vivía un banderillero conocido como “El Chato de Modéjar”, hijo de un picador de toros. Cada vez que salía de viaje para torear, me encantaba verle hacer la baca en un once ligero negro, con todos los trastos clásicos de un coche de cuadrillas. Pero con quien tenía más relación era con “El Pupú”un reventa amigo del maestro Gregorio Sánchez.
Un día me llevo a casa del maestro y me enseñaron un armario lleno de trajes de luces.Me acuerdo que había muchos lila y oro, para mí era como contemplar el mejor Museo del mundo.
Recuerdo con cariño esas tardes de domingo en las que me llevaba mi padre a los toros.
Llegábamos con antelación para empaparnos del ambiente y encontrarnos con famosos por los bares cercanos a la plaza. Casi siempre veíamos a Nicanor Villalta Era ya un anciano, pero se distinguía a la legua por su torería y la majestuosidad de sus andares. Paraba en un merendero alargado cuya barra al fondo hacía esquina con la calle Alcalá, y que se convertiría más tarde en la cafetería “Las Torres”. Muy cerca se encontraba el bar ”Los Timbales” plagado de fotos, donde en las tardes de toros se respiraba un ambiente taurino tan bonito que valía la pena el solo hecho de asomarte a sus puertas. Solían frecuentarlo los miembros de la dinastía “Bienvenida”, y cuando lográbamos coincidir con alguno de ellos, me iba contento a casa.
El 27 de agosto de 1967 me acerqué a San Sebastián de los Reyes a ver un encierro, y presencié la cornada que le costaría la vida a un corredor.Luego me enteré que ese mismo toro cogió gravemente a Manuel Álvarez “El Bala”, un hecho desafortunado que por suerte no hizo mella en mi afición.
En una ocasión la peña taurina “El Pacífico” organizó una fiesta campera y soltaron una vaquilla en la que pude ponerme delante y pegarle dos o tres mangurrinas. Después hicieron una carrera de niños y otra de adultos, mi primo Lazarito ganó la de adultos y yo la de niños, premiándome con un cuadro del Corazon de Jesus. Al llegar a mi casa, quité la imagen y puse a Antonio Ordoñez bajo los ojos atónitos de mi madre que era bastante religiosa.

Sabiendo mi padre la afición que tenía, me alquiló en otra ocasión
una vaquilla en Aranjuez, en la finca “Las Infantas”. Salió buena,
la vaca, y asistieron a verme mi familia y amigos.Todos conocían mi afición por los toros, pero creían que esta quedaría
tan sólo en un juego de niños, y que cuando saliera un bicho más grande
me echaría para atrás.
Viendo mi padre que seguía en mis trece, me llevó a otra fiesta campera con vacas más grandes, y me dieron tal paliza que estuve varios días sin poder moverme; pero este incidente no mermó mi afición ni las ganas de ser torero.
Un conocido de mi padre que había intentado ser torero y logro torear en Tetuan de las Victoria nos comentó que en Meco, el pueblo de su mujer, iban a echar toros de capeas, así que lié a mi hermano y para allá que nos fuimos.
Era el día de la jura de bandera, viajamos en un tren de cercanías viejo, muy lento, y lleno de gente.
Me metí en el retrete pensando estar más cómodo y se nos coló una Gitana gorda que me llevo asfixiado todo el viaje, aplastándome con la barriga y las tetas a la altura de mi cara, aprisionada contra la ventana del tren.
La parada estaba a unos kilómetros del pueblo.
Llegamos a la plaza, Julián López “El Juli” y Paco Alcalde, figuraban como directores de lidia, lo organizaba Aurelio Calatallu. Echaron dos o tres Novillos, me puse delante del primero y me lanzó
por los aires rompiéndome los pantalones, y mi hermano y Arturo Arrollo
Zocato que así se llamaba este señor, me quitaron las intenciones de
volver a salir.
De regreso a casa con todas las vergüenzas al aire tapadas con el maco, mi hermano continuaba cachondeándose pero a mí me daba igual, yo me sentía orgulloso de haberme puesto delante de un toro, a pesar de no haber podido dar todos los pases que me hubiera gustado.